Pasado un rato, aparcan bajo una valla publicitaria caída que está apoyada por un lado en el soporte que la mantenía en vertical y es ideal como cochera improvisada.
Al lado hay un tejado vencido que en otros tiempos cubrió varios surtidores de gasolina. Se parapetan tras él, con la esperanza de que les dé un respiro del viento polvoriento. Hay un emblema caído con una B y una P en un círculo verde; una vez significó algo, no recuerda bien qué.
Pressia se encuentra en la tierra un radio metálico que pudo pertenecer en otro tiempo a una moto. Nunca se le ha dado muy bien pintar, pero podía montar y desmontar el reloj del abuelo, arreglar el mecanismo interno de Freedle y fabricar su peque?o zoológico —la oruga, la tortuga, la colección de mariposas—, porque siempre ha sido minuciosa y precisa. Espera que ese esmero por el detalle halle su recompensa.
Empieza a bosquejar un plano en la tierra cenicienta iluminada por los faros, una vista aérea de la ciudad donde se?ala las lindes de los escombrales y pinta una equis para marcar la ubicación de la carnicería de Bradwell.
En cuanto Il Capitano lo procesa, se pone a hacer otro del interior de la carnicería, incluida la cámara frigorífica, donde es más probable que hayan dejado algo, aparte de las armas. Tiene que confiar en él, aunque no está del todo segura porque lo ve lleno de rencor. Sin embargo, más allá de su violencia y su crueldad, vislumbra una parte de él que desea ser buena; a fin de cuentas, ni siquiera quería jugar a El Juego. En un mundo distinto, ?sería mejor persona? Puede que todos lo fuesen. Quizá, después de todo, ese sea el mayor regalo que ofrece la Cúpula: quien vive en un sitio suficientemente seguro y confortable puede fingir que siempre tomará la mejor decisión, incluso en circunstancias desesperadas. Tal vez, en el fondo, esa forma tan horrible que tiene de tratar a Helmud oculte amor fraternal, un sentimiento que no debe mostrar. Il Capitano solo tiene a su hermano, y le es leal sin reservas, con sus neuras y su mal genio, pero leal. Y eso es un valor importante. Se pregunta cómo perdió él a sus padres, y si piensa tanto en ellos como Pressia en los suyos y en el abuelo.
Pero también tiene una fiereza que a ella le falta. ?Sabía o no Il Capitano que al dejar al chófer en medio de las esteranías se lo comerían vivo los terrones? No lo tiene claro, pero se dice para sus adentros que hay una posibilidad de que el chófer haya sobrevivido; aunque es más un deseo que otra cosa. Sabe que lo más probable es que sea mentira.
Il Capitano se levanta y dice:
—Vamos allá. Ya lo tengo.
—Lo tengo —repite Helmud.
Tira del rifle que tiene colgado y se lo tiende.
—Quédate en el coche pase lo que pase. Dispárale a todo lo que se mueva.
—Eso haré —afirma, aunque no sabe si podrá. Se sube al asiento del conductor y cierra la puerta.
—Si tienes que largarte, lárgate. Las llaves están en el contacto. Por mí no te preocupes.
—Preocupes.
—No sé conducir.
—Es mejor tener las llaves que no tenerlas. —Apoya la mano en el capó y a?ade—: Ten cuidado. —Es evidente que Il Capitano se ha enamorado del coche.
—No me moveré de aquí —le asegura Pressia, que siente que se lo debe. ?Qué otra persona le habría ayudado de esa manera? Sin él no lo habría conseguido—. Si he llegado hasta aquí ha sido por ti.
Il Capitano sacude la cabeza y le dice:
—Tú cuídate, ?vale? —Se queda contemplando el perfil turbio de la ciudad demolida antes de a?adir—: Voy a coger por este atajo, que me lo conozco y me llevará cerca de los escombrales. Y también volveré por aquí.
Pressia se queda mirando cómo se aleja, aunque sigue con la visión velada. Ese trecho de esteranías es ceniza pura. Los terrones corretean y se retuercen por la llanura, que está surcada por trozos de asfalto que surgen de la tierra como pruebas de la autovía que pasó por aquí en otra época. Lo último que ve es a Helmud, que se da la vuelta y se despide contoneando su delgado y largo brazo. Acto seguido, en apenas segundos, Il Capitano y su hermano desaparecen en la distancia turbia y vaporosa. Tiene que apagar las luces. Todo se vuelve oscuro.
Il Capitano
Cámara Il Capitano se desliza por la rampa del corral de aturdimiento y pasa por delante de las cubas, los estantes y el techo con raíles. Alarga la mano y coge un gancho.
—Vaya —le dice a Helmud—, este sitio es perfecto.
—Perfecto —coincide Helmud.
—Aquí podríamos haber sobrevivido tú y yo por nuestra cuenta. ?Eres consciente?
—?Consciente?
—El tal Bradwell ha tenido potra —masculla Il Capitano.
—Potra.
Han llegado más rápido de lo que había calculado Il Capitano. En las calles no se oía nada y la poca gente con la que se han cruzado ha salido corriendo al verlos, se ha refugiado en portales oscuros o ha echado a correr por los callejones. Si no los han reconocido a ellos en concreto, han visto el uniforme y con eso basta.
Procura terminar todo lo aprisa posible. Tiene que admitir que le ha cogido cari?o al pu?etero coche. Una de las razones por las que se ha deshecho del chófer es porque quería poner a prueba el motor por las esteranías. Así que sí: quiere volver al vehículo, aunque también que Pressia se encuentre a salvo. Si regresa y ella no está o solo quedan sus restos, no sabe si podrá superarlo. La chica tiene algo… buen corazón. Hacía mucho tiempo que no encontraba a nadie igual, ?o será que dejó de buscar?
Es extra?o tener a alguien esperándote en algún lugar. Hay historias, leyendas de amantes que murieron el uno por el otro en las Detonaciones. Gente que, como Il Capitano, sabían lo que podía sobrevenir, que hicieron planes para escapar, guardaron reservas y quedaron en encontrarse en algún sitio. Sin embargo, las citas no funcionaron: los unos se quedaron esperando a los otros. Puede que, según los planes, solo tuvieran que aguardar un tiempo determinado —media hora o cuarenta minutos— antes de ir a guarecerse en sitio seguro. Pero siempre esperaban más de la cuenta, para siempre, hasta que los cielos se tornaron ceniza roja. Una vez escuchó una canción sobre esos amantes y nunca la olvidará. Era rara, la estaba cantando un tipo en medio de la calle:
Al andén de la estación
nada llega ya.
Contempla las estelas de vapor, suben y vuelven a posarse.
Veo a mi amante ascendente, mira el reloj y sonríe.
Sabe que he estado esperándola, toda una vida, y más.
Y luego el viento la levanta y como una brisa se disipa.
La ceniza se me ha pegado a las lágrimas y me tiene atrapado.
Ceniza y agua, ceniza y agua, la piedra perfecta.
Me quedaré donde estoy y esperaré por siempre, hasta convertirme en piedra.