Instalaciones artísticas, así las llamaba el se?or Welch. Y, de algún modo extra?o, a Perdiz le gustan. Piensa en Welch, una especie de versión reducida de Glassings y su historia mundial. A veces se ponía delante del proyector para explicar algo y los borrones de colores le cubrían el cuerpo desgarbado, el pecho hundido y la calva reluciente. Fue uno de los jueces que eligió el pájaro de Lyda. Es probable que Perdiz no vuelva a ver ni a Welch, ni a Glassings, ni a Lyda. Nunca verá el pájaro. ?Y a Pressia?
Bradwell está delante de él con la mano en la empu?adura de un cuchillo bajo el chaquetón; Perdiz lleva un gancho y una macheta de carnicero, así como el viejo cuchillo de la exposición de hogar. Con todo, sigue sintiéndose bastante vulnerable en el exterior, un tanto desorientado. La codificación está haciéndose con el control de su cuerpo. En ocasiones la siente surgir como si quisiera apoderarse de sus músculos, metérsele en los huesos y disparar sus sinapsis. Es una sensación que no puede describir, como si se le espesase la sangre que le recorre el cuerpo y albergase algo ajeno en su interior. Aunque ha resultado ser inmune a la codificación conductiva por las pastillas azules que le dio su madre en la playa, el resto sigue activo en la química de su cerebro. ?Se puede fiar de su propio cerebro? Ahora mismo los detalles le resultan un tanto confusos.
—?Cómo me has dicho que es esa mujer en la que tanto confías? —pregunta Perdiz.
—Es difícil de explicar —le responde Bradwell.
—?No la has visto nunca?
—No, pero he oído rumores.
—?Rumores?
—Sí. Es nuestra única oportunidad. Eso si no nos matan antes sus protectoras.
—?Sus protectoras podrían matarnos?
—Si no, no serían sus protectoras.
—Mierda, ?me has hecho venir aquí fuera basándote en rumores?
Bradwell gira sobre sus talones y le dice:
—Vamos a dejar las cosas claras: tú eres el que me has hecho venir aquí para buscar a Pressia, a la que tú pusiste en peligro.
—Perdona.
Bradwell echa a andar de nuevo y Perdiz tras él.
—De todas formas, en realidad no son rumores. ?Mito? sería más exacto. ?Te haces una idea?
Sabe que el puro no se hace ninguna idea; no es de aquí, no entiende nada.
A veces Perdiz imagina que todo esto no es real, que en realidad es solo una reconstrucción muy elaborada de una catástrofe, no la catástrofe en sí. Recuerda una vez que fueron de excursión a un museo donde había peque?as exposiciones con actores en directo que hablaban de cómo eran las cosas antes del Retorno al Civismo. Estaban organizadas por temas: antes de que se construyese el ingente sistema carcelario; antes de que a los ni?os con dificultades se los medicase adecuadamente; cuando el feminismo no alentaba la feminidad; cuando los medios eran hostiles al gobierno en lugar de cooperar por un bien común; antes de que la gente con ideas peligrosas estuviese identificada; antes, cuando el gobierno tenía que pedir permiso para proteger a sus conciudadanos de los males del mundo y de los males de nosotros mismos; antes de que los muros rodeasen los vecindarios con sistemas de alarma y amables hombres en garitas que conocían a todos por su nombre.
En el enorme césped del museo hacían reconstrucciones bélicas a la luz del día donde se representaban los levantamientos que habían tenido lugar en algunas ciudades en contra del Retorno al Civismo y su legislación. Con el gobierno respaldado por el ejército, las revueltas —en su mayoría manifestaciones políticas que derivaron en enfrentamientos violentos— no tardaron en ser neutralizadas. La milicia interna del gobierno, la Ola Roja de la Virtud, los salvó a todos. Los sonidos grabados eran ensordecedores; los uzis y la alarma antiaérea resonaban en los altavoces. En la tienda de recuerdos, los ni?os de la clase compraron megáfonos y granadas de mano muy realistas, e incluso parches con el emblema de la Ola Roja de la Virtud. él quería una pegatina en la que ponía ?EL RETORNO AL CIVISMO: LA MEJOR FORMA DE LIBERTAD? escrito sobre una bandera ondeante de Estados Unidos, con las palabras ?SIEMPRE ALERTA? por debajo. Su madre, sin embargo, no le quiso dar dinero para la tienda y él no entendió por qué.
Desde luego ahora sabe que el museo era pura propaganda. No obstante, podría fingir por unos momentos que los fundizales son solo eso: un museo muy bien documentado.
—?Tú te acuerdas de cómo era todo antes de las Detonaciones? —le pregunta a Bradwell.
—Yo estuve un tiempo viviendo en esta zona con mis tíos.
Perdiz, cuya madre se había negado a dejar la ciudad, solo había ido allí de visita, a las casas de sus amigos. Recuerda el sonido de las verjas: el leve zumbido de la electricidad, los engranajes chirriantes, los sonoros chasquidos del metal. Aunque las casas de las urbanizaciones cercadas estaban api?adas unas con otras, cada una con su peque?o reducto de hierba con un brillo químico como aterciopelado, parecían aisladas.
—?Tienes alguna imagen en la cabeza?
—No las que me gustaría.
—?Estabas aquí en el fin?
—Había ido a pasear lejos del vecindario. Yo era de esos críos a los que gustaba perderse y alejarse de donde les decían que tenían que estar.
—A la mayoría de los ni?os no nos dejaban salir de casa, ni que nos viese la gente —comenta Perdiz—. Por lo menos a mí.
Los ni?os decían cosas y no se podía confiar en ellos porque repetían como papagayos todo lo que oían de boca de sus padres. A Perdiz su madre le decía: ?Si alguien te pregunta qué opino yo sobre algo, tú dile que no lo sabes?. No le dejaba estar mucho tiempo solo en casa de ningún amigo. Además, siempre había miedo a algún virus, a contagiarse de algo. No había nada seguro: se desconfiaba del sistema de aguas, que solían contaminar, al igual que de las tiendas de alimentación; hubo que retirar productos. A Perdiz le contaron en la academia que, aunque no hubiese habido Detonaciones, habrían necesitado la Cúpula, que resultó ser profética. Y las Detonaciones… ?de veras su padre participó en todo desde el principio? Rara vez había hablado de ellas en la Cúpula pero, cuando lo hacía, las aceptaba como si de una catástrofe natural se tratase. Más de una vez le ha oído decir: ?Un acto de Dios. Y Dios fue piadoso con nosotros? y ?Gracias, Se?or, bienaventurados nosotros?.
También recuerda la vez en que su madre y él fueron a visitar a unos amigos y resultó que la mujer había desaparecido. Se pregunta si estarán por allí cerca los restos de aquella casa, en medio de ese vasto paisaje baldío.
—La se?ora Fareling —dice en voz alta al recordar el nombre.
—?El qué?
—La se?ora Fareling, una amiga de mi madre. A veces compartíamos coche cuando nos tenían que llevar a algún sitio. A mi madre le caía muy bien. Tenía un hijo de mi edad, Tyndal. Un día fuimos porque habíamos quedado para jugar en su casa de una urbanización amurallada, y ya no estaba. Abrió la puerta otra mujer. ?Trabajadora del Estado?, dijo. Estaba allí como cuidadora provisional hasta que el se?or Fareling encontrase una sustituta de su esposa para el hogar.
—?Qué hizo tu madre?
—Le preguntó qué había pasado y la mujer le contó que la se?ora Fareling había dejado de asistir a las reuniones de las FF y luego a las de la iglesia.
—Las Feministas Femeninas —dice Perdiz.