De repente, los gritos rompen la noche. Esta vez no pertenecen a los saltadores del acantilado. Ambos nos giramos en la misma dirección, hacia el claro donde se celebra la fiesta. Más gritos, y no son alegres ni achispados.
Oigo un profundo gru?ido cerca de mi oreja. Doy un respingo al darme cuenta de que el sonido procede del chico exigente cuyos dedos siguen aferrados a mi mu?eca. Al tiempo que mira hacia los árboles, curva la boca en una sonrisa de satisfacción y deja al descubierto dos caninos que casi le tocan el labio inferior.
—Te tengo.
—?A quién? —pregunto.
Selwyn se sobresalta, como si se hubiera olvidado de mí por completo, y luego me suelta con un gru?ido de frustración. Se aleja y se adentra a toda velocidad en el bosque, como una sombra silenciosa entre los árboles. Lo pierdo de vista antes de que me dé tiempo a responder.
Un grito estremecedor resuena desde la fiesta a mi izquierda.
Las voces de los saltadores a mi derecha, que ahora también corren hacia el claro, se incrementan. Se me hiela la sangre.
?Alice?.
*
El corazón me palpita y corro hacia el sendero siguiendo a Selwyn.
Sin embargo, cuando llego a los árboles, el suelo apenas se distingue en la oscuridad. A los tres pasos, tropiezo y caigo de bruces en unas zarzas. Las ramas me ara?an las palmas y los brazos. Tomo aire y espero a que mis ojos se adapten. Entonces, me levanto. Oigo los gritos de los estudiantes. Luego, con la adrenalina disparada, avanzo unos ochocientos metros en la dirección correcta, a paso firme y ligero, mientras me pregunto cómo demonios se ha movido Selwyn tan rápido por el bosque sin ni siquiera una linterna.
Para cuando irrumpo en el claro a trompicones, la fiesta se ha convertido en un caos. Los estudiantes se empujan unos a otros para correr por el largo y estrecho camino hacia los coches en el aparcamiento de grava. Ocultos por los árboles, los motores rugen en una ola de ruido. Dos chavales se esfuerzan por levantar los barriles y meterlos en las camionetas mientras una peque?a multitud a su lado les echa una mano para ?aligerar el peso?
bebiendo directamente del grifo. Junto al fuego, un círculo de veinte personas vitorea con vasos en una mano y los móviles en la otra.
Lo que sea o quien sea a lo que miran no es Alice. Igual que yo, ella trataría de encontrarme. Miro el móvil, pero no tengo llamadas perdidas ni mensajes sin leer. Tiene que estar de los nervios.
—?Alice! —La busco entre la multitud. Intento localizar la cola de caballo y la camiseta de Charlotte o el pelo rojo de Evan, pero no están. Una chica semidesnuda y empapada pasa por mi lado—.
?Alice Chen!
El humo de la hoguera flota en el aire; apenas veo nada. Me abro paso entre los cuerpos sudorosos y revueltos mientras llamo a gritos a mi amiga.
Una chica alta y rubia frunce el ce?o cuando le grito demasiado cerca de la cara y le devuelvo el gesto. Es muy guapa, como una daga bien cuidada, afilada, brillante y angulosa. Un poco remilgada.
Sin duda, el tipo de Alice. Mierda, ?dónde está?
—?Que todo el mundo se largue antes de que alguien llame a la poli! —grita la chica.
??La poli??.
Levanto la vista justo cuando el círculo de gente con vasos se separa. Solo tardo un segundo en comprender la causa de los gritos de antes y la razón por la que alguien habría llamado a la policía. Una pelea. Y de las malas. Cuatro tíos enormes y borrachos se revuelcan y se retuercen en un ovillo por el suelo. Serán jugadores de fútbol que han terminado la pretemporada y están a tope de adrenalina, cerveza y quién sabe qué más. Uno de los gigantes tiene la camiseta de otro en la mano. La tela se tensa tanto que la costura se desgarra. Es como una pelea de gladiadores, solo que, en lugar de armaduras, están cubiertos de capas de músculo y tienen el cuello del grosor de mi muslo; en vez de armas, blanden pu?os como pomelos. La nube huracanada de suciedad que han provocado ha levantado tanto humo y polvo en el aire que casi me pierdo el parpadeo de luz y movimiento sobre sus cabezas.
Pero ?qué?
?Ahí está otra vez! En el aire, encima de los chicos, algo baila y titila. Algo verde y plateado que aparece y desaparece como un holograma.
La imagen tira de un hilo en mi memoria. El resplandor de luz me deja sin aliento. Lo he visto antes. Sin embargo, no recuerdo dónde.
Agitada, me vuelvo hacia el estudiante que tengo a mi lado, un chico con los ojos muy abiertos y una camiseta de los Tar Heels.
—?Ves eso?
—?Te refieres a los imbéciles que se pelean por nada? —Toca su teléfono—. Claro, ?qué crees que estoy grabando?
—No, la luz. —Se?alo el parpadeo—. ?Ahí!
El chico busca en el aire y me mira con ironía.
—?Te has fumado algo?
—?Vamos! —La chica rubia se abre paso entre la multitud y se coloca en medio de la pelea con las manos en la cadera—. ?Hora de irse!
El chico que se encuentra a mi lado le hace se?as para que se aparte.
—?Salte del plano, Tor!
Ella pone los ojos en blanco.
—?Lárgate, Dustin! —Su mirada despiadada espanta a la mayoría de los curiosos.
Esa cosa sigue ahí, por encima de la cabeza de la rubia.
Mientras el corazón me late con fuerza, sigo contemplando la escena. Nadie más se ha percatado de la masa plateada que sobrevuela agitada las cabezas de los futbolistas. Quizá no puedan verla. Un frío temor me encoge el estómago.
La pena trastoca la mente de las personas. Eso lo sé. Una ma?ana, un par de semanas después de la muerte de mi madre, mi padre me dijo que olía a sémola de maíz con queso cocinándose en el horno, mi plato favorito y la especialidad de mi madre. Una vez, la oí tararear en el pasillo. Algo tan mundano y sencillo, normal e insignificante, que, por un momento, las semanas anteriores se convirtieron en una pesadilla, mientras que entonces estaba despierta y ella estaba viva. La muerte es más rápida que el cerebro.
Exhalo para apartar los recuerdos, cierro los ojos con fuerza y los abro. ?Nadie más lo ve?, pienso mientras escudri?o el grupo una última vez. Nadie…
Salvo la figura que está al otro lado de la hoguera, oculta entre los troncos de dos robles.
Selwyn Kane.
Levanta la vista con expresión calculadora. Irritada. Su mirada afilada también observa la forma que está y no está. Retuerce sus largos dedos en los costados; sus anillos de plata brillan en las sombras. Sin previo aviso, entre las volutas de humo que se arremolinan sobre la hoguera, los ojos de Selwyn se encuentran con los míos. Suspira. Suspira de verdad, como si lo aburriera ahora que había una criatura holográfica. El insulto se abre paso por encima del miedo. Sin dejar de mirarme, hace un movimiento rápido y brusco con la barbilla; un chasquido de electricidad invisible me envuelve el cuerpo como una cuerda que tira de mí hacia atrás para alejarme del chico y la cosa. Tira tan fuerte y rápido que casi me caigo. Mueve la boca, pero no lo oigo.
Me resisto. No obstante, la sensación de la cuerda se afianza y el dolor que me aprieta el cuerpo se materializa con la forma de una sola palabra: