?Lista y mala influencia? definiría a la mitad del cuerpo estudiantil.
—?Char? —grita una voz masculina desde detrás de un acebo raído. La cara de la chica se ilumina con una sonrisa de oreja a oreja incluso antes de darse la vuelta para mirar al chico alto y pelirrojo que se nos acerca. Lleva un vaso rojo en una mano y una linterna en la otra.
—Hola, cari?o —ronronea y lo saluda con un beso risue?o.
—?Char? —repito en voz baja a Alice, que pone cara de asco.
Cuando la pareja se separa, Charlotte nos se?ala sin mirarnos.
—Mira, amor, están en el Programa de Admisión Temprana y son de mi pueblo. —Se engancha al brazo del chico como un koala —. Este es mi novio, Evan Cooper.
El escrutinio de Evan se alarga y empiezo a preguntarme qué pensará de nosotras.
Alice es taiwanesa-estadounidense, bajita y flacucha. Tiene una mirada atenta y una sonrisa semipermanente. Siempre se viste para causar buena impresión, ?por si acaso?, y esta noche ha elegido unos vaqueros oscuros y una blusa de lunares con cuello de babero. Mientras Evan la mira, se sube las gafas redondas por el puente de la nariz y saluda con timidez.
Yo mido uno setenta y siete; soy lo bastante alta para parecer universitaria, y soy negra. Fui bendecida con los pómulos y las curvas de mi madre y los labios carnosos de mi padre. Llevo unos vaqueros viejos y una camiseta. La timidez no es lo mío.
Evan abre mucho los ojos cuando se fija en mí.
—Eres la chica que perdió a su madre, ?verdad? ?Bree Matthews?
Me atraviesa una corriente de dolor y levanto el muro. La muerte crea un universo alternativo, pero, después de tres meses, ya tengo las herramientas para vivir en él.
Charlotte le da un codazo en las costillas y lo asesina con la mirada.
—?Qué? —Evan levanta las manos—. Es lo que me dijis…
—Lo siento —lo corta y me dedica una mirada de disculpa.
El muro que levanto tiene dos funciones. Por un lado, oculta las cosas que necesito esconder y, por otro, me ayuda a mostrar las que quiero ense?ar. Es útil sobre todo con la gente que dice eso de ?siento tu pérdida?. En mi mente, el muro se fortifica. Es más fuerte que la madera, el hierro o el acero. Tiene que serlo, porque sé lo que viene a continuación. Charlotte y Evan soltarán el predecible torrente de palabras que todo el mundo suelta cuando se dan cuenta de que están hablando con la chica de la madre muerta.
Es como jugar al bingo de las personas de luto, solo que, cuando completas todas las casillas, todo el mundo pierde.
Charlotte levanta la barbilla.
?Allá vamos?.
—?Cómo lo llevas? ?Puedo hacer algo por ti?
?Doblete?.
?La respuesta real a las preguntas? ?Mal? y ?no?. En vez de eso, digo:
—Estoy bien.
Nadie quiere oír la verdad. Quienes dicen ?siento tu pérdida?
solo quieren sentirse bien por preguntar. Es un juego de mierda.
—Ni me lo imagino —murmura Charlotte y completa otro de los cuadritos del bingo. Claro que se lo imaginan, pero no quieren hacerlo.
Hay verdades que solo la tragedia ense?a. La primera es que, cuando las personas reconocen tu dolor, quieren que el dolor les devuelva el reconocimiento. Pretenden ser testigos de tu sufrimiento; de lo contrario, no estarías cumpliendo con tu parte.
Los ojos azules de Charlotte me analizan con ansia en busca de lágrimas y labios temblorosos, pero tengo el muro levantado, así que no conseguirá nada. Evan también anda a la caza de mi pena.
No obstante, cuando alzo la barbilla con desafío, aparta la mirada.
?Bien?.
—Siento tu pérdida.
?Toma ya?.
Con las palabras que más detesto en el mundo, Evan canta bingo.
Las personas pierden cosas en un lapsus de memoria y después las encuentran donde las habían dejado. Mi madre no está ?perdida?. Está muerta.
La Bree de antes también lo está, aunque finjo que no.
La Bree de después nació el día siguiente a la muerte de mi madre. Por la noche, fui a dormir y, al despertarme, estaba allí. En el funeral. Cuando los vecinos llamaron a la puerta para ofrecernos su pena y cazuelas de brócoli. Estaba conmigo cuando las personas que vinieron a darnos el pésame se marcharon a casa.
Aunque solo recuerdo algunos fragmentos borrosos del hospital, una pérdida de memoria consecuencia del trauma, según el extra?o libro de mi padre sobre el duelo, tengo a la Bree de después. Es el recuerdo no deseado que me ha dado la muerte.
En mi mente, la Bree de después se parece a mí. Es alta, atlética, de piel morena y cálida, con los hombros más anchos de lo que le gustaría. Sin embargo, mientras que yo suelo llevar los rizos oscuros y apretados recogidos en lo alto de la cabeza, los de ella se extienden libres y esponjosos como la copa de un roble. Mientras que mis ojos son marrones, los suyos son del color del ocre oscuro, el carmesí y la obsidiana del hierro fundido en un horno, porque la Bree de después siempre está a punto de explotar. Lo peor pasa de noche, cuando me empuja la piel desde dentro para liberarse y el dolor es insoportable. Juntas, susurramos: ?Mamá, lo siento. Es culpa mía?. Vive y respira dentro de mi pecho y su corazón late junto al mío, como un eco rabioso.
Contenerla es un trabajo a jornada completa.
Alice no sabe nada de la Bree de después. Nadie lo sabe, ni siquiera mi padre. Sobre todo, mi padre.
Mi amiga se aclara la garganta y el sonido rompe como una ola contra mis pensamientos. ?Cuánto tiempo he estado ausente? ?Un minuto? ?Dos? Me concentro en los tres, con la cara inescrutable y el muro levantado. Evan se inquieta por el silencio y suelta: —Por cierto, ?tu pelo es una pasada!
Sin tener que mirar, sé que los rizos que me brotan del coletero están inflados y se extienden hacia el cielo gracias a la humedad de la noche. Se me eriza la piel, porque el tono me indica que lo que ha dicho no es un cumplido, sino más bien la identificación de una rareza divertida. Una chica negra con pelo de negra. Estupendo.
Alice me lanza una mirada comprensiva que Evan ignora por completo, cómo no.
—Suficiente por hoy. ?Nos vamos?
Charlotte hace un mohín.
—Solo media hora más, lo prometo. Quiero pasarme por la fiesta.
—?Sí! Venid a ver cómo me ventilo una birra de un trago. —Evan le pasa un brazo por los hombros a su novia y se la lleva antes de que nos dé tiempo a protestar.
Alice refunfu?a en voz baja y los sigue por la maleza que recorre la línea de árboles. Gramíneas y hierba carnicera, sobre todo. Mi madre las llamaba ?hierba bruja? y ?cola de caballo?, cuando vivía para ense?arme el nombre de las plantas.
Alice casi ha llegado a los árboles antes de darse cuenta de que no la sigo.
—?Vienes?
—En un segundo. Quiero ver más saltos. —Hago un gesto con el pulgar por encima del hombro.
Vuelve hasta mí con pasos decididos.
—Espero contigo.
—No, no hace falta. Ve.
Me escudri?a con la mirada mientras duda de si fiarse de mi palabra o presionar más.
—?Solo mirar, no saltar?
—Solo mirar, no saltar.