Legendborn (Legendborn #1)

—Matty. —El apodo que me puso de ni?as, diminutivo de mi apellido, hace que algo se me retuerza en lo más hondo del pecho.

Ahora me pasa siempre con los recuerdos, incluso los que no tienen nada que ver con ella, y lo detesto. Se me nubla la vista por la amenaza de las lágrimas y tengo que parpadear para enfocar los rasgos de Alice, la cara pálida y las gafas que siempre se le caen hasta la punta de la nariz—. Sé que no es como pensábamos que sería. Me refiero a estar aquí, en la UNC. Sin embargo, creo que tu madre al final lo habría entendido.

Aparto la mirada hasta donde la luz de la luna me lo permite. Al otro lado del lago, las copas de los árboles forman una franja de sombra entre la cantera y el cielo enturbiado.

—Nunca lo sabremos.

—Pero…

—Siempre hay un pero.

Su voz adquiere una pizca de dureza.

—Pero si estuviera aquí, no creo que quisiera que…

—?Que qué?

—Que te convirtieras en otra persona.

Le doy una patada a una piedra.

—Necesito estar sola un minuto. Disfruta de la fiesta. Iré en un momento.

Me mira como si valorase mi estado de ánimo.

—Odio las fiestas con pocos invitados, obligan a uno a un esfuerzo constante.

Entrecierro los ojos mientras intento recordar de qué me suenan esas palabras.

—?Acabas de citar a Jane Austen?

Sus ojos oscuros centellean.

—?Quién es la empollona literaria? ?La que cita o la que reconoce la cita?

—Un momento. —Niego con la cabeza, divertida—. ?Has parafraseado La guerra de las galaxias?

—No. —Sonríe—. He parafraseado Una nueva esperanza.

—?Venís o qué? —La voz incorpórea de Charlotte atraviesa el bosque como una flecha. La mirada de Alice todavía contiene una pizca de preocupación, pero me aprieta la mano antes de alejarse.

Cuando ya no distingo el crujido de sus zapatos en la maleza, suspiro y saco el teléfono.

Qué tal, peque, ?Alice y tú os habéis instalado bien?

El segundo mensaje había llegado quince minutos después.

Sé que eres nuestra ni?a valiente, lista para escapar de Bentonville, pero no te olvides de quienes nos hemos quedado en casa. Haz que tu madre se sienta orgullosa. Llama cuando puedas.

Te quiero, papá.

Lo guardo otra vez en el bolsillo.

Estaba lista para escapar de Bentonville, pero no porque fuera valiente. Al principio, quise quedarme en casa. Después de todo, me parecía lo correcto. Sin embargo, tras vivir durante meses bajo el mismo techo a solas con mi padre, la vergüenza se volvió intolerable. Nuestro dolor nace de la misma persona, pero no es el mismo. Como los imanes de clase de física; es posible juntar a la fuerza dos polos iguales, pero no quieren tocarse. No puedo tocar el dolor de mi padre. No quiero hacerlo. Al final, me marché de Bentonville porque me aterraba quedarme.

Camino junto al acantilado, lejos de la gente, con la cantera a la izquierda. Los olores a tierra húmeda y a pino se elevan con cada paso. Si inspiro con fuerza, la esencia mineral de la piedra molida me llega al fondo de la garganta. A solo un paso de distancia, el terreno termina y el lago se extiende en la lejanía; refleja el cielo y las estrellas y las posibilidades de la noche.

Desde donde estoy, veo con claridad a qué se enfrentaban los saltadores. Lo que había hundido la tierra y las rocas para formar la cantera había cavado en un ángulo de treinta grados. Para salvar la cara del acantilado por completo, hay que correr muy rápido y saltar lejos. No hay tiempo para dudar.

Imagino que corro como si la luna fuera la línea de meta. Corro para dejar atrás la ira, la vergüenza y los cotilleos. Casi siento el delicioso ardor en los músculos, el dulce y fuerte torrente en las venas, mientras vuelo por el acantilado hacia el vacío. Sin previo aviso, la chispa de la Bree de después se extiende desde mis entra?as como una enredadera en llamas, pero esta vez no la contengo. Se despliega dentro de mi caja torácica y la presión ardiente es tan poderosa que siento que voy a explotar.

Una parte de mí quiere explotar.

—Yo en tu lugar no lo haría.

Una voz irónica me llega desde atrás y me sobresalta; unos cuantos pájaros, escondidos en las copas de los árboles, graznan en el cielo.

No he oído a nadie acercarse por la maleza, pero un chico alto y de pelo oscuro está apoyado con gesto despreocupado en un árbol, como si llevase allí todo el tiempo. Tiene los brazos sobre el pecho y unas botas negras de combate cruzadas por los tobillos. Porta una expresión de perezoso desdén, como si ni siquiera se molestase en demostrar la emoción completa.

—Siento interrumpir. Parecías a punto de saltar de un acantilado. Sola. A oscuras —dice.

Es tan guapo que resulta inquietante. Tiene una cara aristocrática y afilada, enmarcada por unos pómulos altos y pálidos.

El resto de su cuerpo se mimetiza con las sombras. Lleva chaqueta y pantalones negros, y el pelo, como tinta negra, le cae por la frente y se le enrosca justo debajo de unas orejas perfectas, donde lleva unos peque?os tapones de goma negros. No tendrá más de dieciocho a?os, pero algo en sus rasgos no encaja con un adolescente. El corte de la mandíbula, la línea de la nariz. La calma.

El chico, que parece joven y viejo a la vez, me deja estudiarlo, aunque solo por un momento. Luego, sus iris leonados y desafiantes se clavan en mí. Cuando nuestras miradas se cruzan, me recorre una descarga de la cabeza a los talones que deja una estela de miedo a su paso.

Trago saliva y aparto la mirada.

—Podría hacer el salto.

Resopla.

—Saltar por el acantilado es una tontería.

—Nadie te ha preguntado. —Tengo una vena rebelde que sale a relucir ante personas obstinadas y, sin duda, este chico cumple los requisitos.

Doy un paso hacia la derecha. Rápido como un gato, se me acerca, pero me alejo antes de que me agarre. Levanta las cejas y la comisura de su boca se mueve un milímetro.

—Nunca te he visto por aquí. ?Eres nueva?

—Me marcho. —Me vuelvo, pero el chico se coloca a mi lado en dos pasos.

—?Sabes quién soy?

—No.

—Selwyn Kane.

Su mirada hace que unas chispas invisibles de electricidad me bailen en las mejillas.

Me sobresalto y levanto la mano entre los dos como un escudo.

Unos dedos demasiado calientes y fuertes se cierran al instante alrededor de mi mu?eca. Un cosquilleo me sube hasta el codo.

—?Por qué te has tapado la cara?

No tengo una respuesta que darle. Ni tampoco a mí misma.

Trato de alejarme de él, pero su mano es firme como el hierro.

—?Suéltame!

Los ojos de Selwyn se abren un poco y luego se entrecierran; no está acostumbrado a que le griten.

—?Sientes algo? ?Cuando te miro?

—?Qué? —Tiro, pero me sujeta sin esfuerzo—. No.

—No mientas.

—No…

—?Calla! —ordena. Una brillante indignación me arde en el pecho, pero se apaga al tiempo que sus peculiares ojos me analizan—. Qué raro. Creí que…

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