Bruja mala nunca muere

—Mierda —le dije entre dientes a Jenks—. Parezco una puta.

 

Su única respuesta fue un bufido. Me controlé para no reaccionar y volví la vista hacia el bar. Llovía demasiado para los juerguistas y aparte de mi colega y de las ?se?oras? de más abajo, la calle estaba vacía. Llevaba esperando casi una hora sin ver ni rastro de mi objetivo. Podía entrar y esperar allí; además, si estuviese dentro parecería más que buscaba en lugar de que ofrecía.

 

Respirando hondo para reunir el aplomo suficiente, me solté del mo?o unos mechones de rizos, que me llegaban hasta el hombro, me paré un momento para colocármelos hábilmente enmarcándome el rostro y finalmente escupí el chicle. Al caminar, el taconeo de mis botines contrastaba con el repiqueteo de las esposas que llevaba enganchadas en la cadera mientras atravesaba la calle húmeda para entrar en el bar. Los aros de acero parecían un adorno hortera, pero eran esposas auténticas y las usaba a menudo. Me estremecí. No me sorprendía nada que el se?or Cejijunto se hubiera parado. Las uso en mi trabajo, pero no precisamente en el tipo de trabajo en el que él estaría pensando.

 

Y a pesar de todo me habían enviado a los Hollows en una noche lluviosa para atrapar a un leprechaun por evasión de impuestos, ?se podía caer más bajo?, me preguntaba. Debía de ser por fichar a aquel perro lazarillo la semana anterior. ?Cómo iba yo a saber que no era un hombre lobo? Coincidía con la descripción que me habían dado.

 

Mientras me sacudía el agua, parada en el vestíbulo, eché una ojeada a la habitual parafernalia irlandesa del bar: gaitas colgadas de las paredes, carteles de cerveza verdes, asientos de plástico negro y un peque?o escenario en el que un aspirante a estrella afinaba su dulzaina y su gaita entre una torre de amplificadores. Había un tufillo a azufre de contrabando. Mis instintos depredadores se despertaron. El olor era de hacía tres días, demasiado viejo como para rastrearlo. Si pillaba al proveedor saldría de la lista negra de mi jefe. Quizá incluso me diera algo a la altura de mi talento.

 

—?Oye! —gru?ó una voz grave—. ?Eres la sustituta de Tobby?

 

Olvidándome del azufre cerré los ojos un instante y me giré, topándome a la altura de los ojos con una camiseta verde chillón. Mi mirada recorrió el pecho de un hombre enorme como un oso. Parecía el gorila del local. El nombre de su camiseta rezaba Cliff[1]. Le pegaba.

 

—?Quién? —contesté con un ronroneo, secándome la lluvia de lo que yo generosamente llamo escote con el borde de su camiseta. No le impresioné en absoluto, era deprimente.

 

—Tobby, la fulana asignada por el estado, ?es que ya no va a venir más?

 

Desde mi pendiente me llegó una vocecita que canturreaba:

 

—Te lo dije.

 

La sonrisa se me hacía más forzada.

 

—No tengo ni idea —contesté apretando los dientes—, yo no soy ninguna fulana.

 

El hombre volvió a gru?ir, mirándome de arriba abajo. Rebusqué en mi bolso y le ense?é mi identificación oficial. Cualquiera que viese la escena pensaría que me estaba pidiendo el carné. Con los hechizos para ocultar la edad que había ahora era obligatorio; como también lo era el amuleto antihechizos que llevaba, alrededor del cuello, que se iluminó con un rojo pálido en respuesta a mi anillo del me?ique. No me iba a realizar una inspección completa por eso. Por lo mismo ninguno de los amuletos que llevaba en el bolso estaba invocado. Tampoco es que los fuese a necesitar hoy.

 

—Seguridad del Inframundo —dije cuando cogía mi tarjeta—. Estoy aquí para encontrar a alguien, no para molestar a la clientela habitual. Por eso voy… disfrazada.

 

—Rachel Morgan —leyó en voz alta, cubriendo casi por completo la tarjeta plastificada con sus gruesos dedos—. Cazarrecompensas de la Seguridad del Inframundo, ?eres una cazarrecompensas de la si? —Miraba una y otra vez la tarjeta y a mí frunciendo sus gruesos labios en una mueca—. ?Qué te pasó en el pelo?, ?te lo peinaste con un soplete?

 

Apreté los labios. La foto era de hace tres a?os y no fue con un soplete. Fue una broma, una iniciación informal en mi puesto de cazarrecompensas. Muy divertido.

 

El pixie saltó desde mi pendiente, haciendo que se columpiase con el impulso.

 

—Yo que tú tendría más cuidado con lo que dices —amenazó se?alándome con la cabeza y mirando mi identificación—. El último merluzo que se rió de su foto pasó la noche en urgencias con una sombrilla de cóctel encajada en la nariz.

 

Ahí ya me calenté.

 

—?Cómo lo sabes? —dije recuperando de un manotazo mi identificación y guardándola.

 

—Todo el mundo en asignaciones lo sabe. —El pixie se rió alegremente—. Y lo de intentar cazar a aquel hombre lobo con un hechizo de picores para luego perderlo en el tigre.