De hecho, pensó, Margaret no sólo era bonita, con sus grandes ojos marrones y su pelo casta?o claro, sino que ya casi tenía dieciocho a?os. Ella también estaba en edad de casarse. Y aunque era cierto que Margaret no podía aspirar a un matrimonio demasiado ventajoso, eso no significaba que a la joven le faltaran pretendientes. El tío de Gytha había dotado a Margaret, que era su única hija ilegítima, con una suma extraordinaria. La joven pensó que tal vez dentro del séquito de su futuro marido habría un hombre digno de ella. Se propuso comprobarlo.
—No, Gytha. Deja de hacer planes para mí, ?quieres?
Gytha trató de parecer inocente, pero de inmediato supo que no lo había logrado. Su prima le leía el pensamiento.
—No me atrevería a ser tan impertinente —murmuró— Ya. Primero maldices y ahora mientes. Se te están acumulando los pecados. ?Te probamos el vestido?
—Supongo que debemos hacerlo. Después de todo, la boda es ma?ana —Gytha no se movió. Miraba el vestido con aire ausente.
Margaret suspiró y fue a coger un cepillo para el pelo, se sentó detrás de su prima y empezó a peinarle la gruesa cabellera, del color de la miel. Gytha era hermosa, incluso cuando hacía pucheros, pero no era una persona presumida. Margaret sentía que su prima merecía algo mejor. En realidad, lo que pensaba era que a una chica como ella debería permitírsele que escogiera a su pareja, que se casara por amor.
Gytha no sólo era bella de cuerpo, sino también de espíritu. Mientras los enormes y brillantes ojos azules, la perfección del rostro y la figura ágil y sensual podían dejar a un hombre sin aliento, su corazón amoroso era capaz de suavizar incluso al hombre más duro y cínico del mundo. Al igual que sus asombrosamente guapos hermanos, Gytha veía su belleza como un regalo de Dios, un don que la hacía sentirse bien de cuando en cuando, pero que enseguida olvidaba por creerlo de poca importancia. Con mucha frecuencia, consideraba su hermosura más una maldición que una bendición, sobre todo cuando tenía que escapar de la ardorosa persecución de algún doncel prendado de ella. Lo que necesitaba era un hombre que pudiera ver, más allá de su cara adorable, el verdadero tesoro que encerraba. Margaret estaba segura de que Robert Saitun no era ese hombre.
—A pesar de todo, me parece que no está bien que me case con el heredero de William tan pronto… —murmuró Gytha, olvidando la furia que sentía momentos antes.
—No creo que sea una boda tan apresurada como dices. William murió hace tiempo. Y de todas maneras, interrumpir ahora los preparativos para el enlace tendría un efecto nefasto sobre las finanzas de tu padre —ayudó a Gytha a ponerse de pie y a quitarse el vestido—. ?Conoces a Robert, aunque sólo sea un poco?
—No. ?Por qué crees que he pasado tanto tiempo aquí maldiciendo a todo el mundo? No estoy preparada para esto.
—A lord William tampoco lo habías tratado mucho, y no expresaste tantas dudas cuando pensabas que ibas a casarte con él.
—Es cierto. Pero al menos lo conocía. Era agradable a la vista, fuerte y guapo, y tenía un pronunciado sentido del honor. Sin embargo, el matrimonio es un gran paso. Tener tiempo para pensarlo bien sería lo mejor. ?Ma?ana me voy a casar con un hombre al que no conozco en absoluto! No sé nada de la personalidad de Robert.
—Tuviste suerte de conocer a William. Pocas mujeres tienen tal fortuna.
—Sí, es verdad, tienes razón. Pero fue suerte nada más, porque esta costumbre es terrible. Se mantiene protegida a la mujer y se la conserva pura mientras crece. Después, un día, la ponen delante de un hombre, la hacen caminar hacia un sacerdote y le dicen: ?Ahora harás todo lo que te dijimos que tienes que hacer y te irás con este hombre que a partir de este momento es tu marido, tu se?or y tu amo?. En tales circunstancias, temo hacer alguna tontería por culpa de los nervios. Tal vez hasta me desmaye…
—No te has desmayado en tu vida —le dijo Margaret, riéndose suavemente—. Y me atrevo a decir que nunca vas a hacerlo.
—Qué pena. Me aliviaría. Desmayada, sentiría mucha menos incomodidad.
—Sin duda, la tía Berta ya habrá hablado contigo. Ya debes de saber lo que puedes esperar del matrimonio.
—Sí… creo que sí. Habló conmigo, desde luego, pero fue increíblemente difícil entenderla. Todos esos sonrojos, dudas y agitaciones. Fue muy confuso, la verdad.
—Puedo imaginármela —contestó Margaret, riéndose de nuevo—. Pobre tía Berta.