—Dios ni siquiera sabe que ese lugar existe —le digo.
—Mira, Tate, estamos perdiendo una batalla y necesito tu ayuda. A ese hombre, hace un a?o, no le importaban los límites. Hacía lo que era necesario. No le importaban las consecuencias. No le importaba la ley. No te estoy pidiendo nada de eso, pero sí te pido que me ayudes. Tienes olfato para estas cosas. ?Cómo es posible que un hombre que hacía todo eso el a?o pasado no quiera ofrecérmelo ahora?
—Porque ese hombre acabó en la cárcel y a nadie le importó una mierda —le respondo, tal vez con más acritud de la que me habría gustado.
—No, Tate, ese hombre acabó en la cárcel porque se había emborrachado y estuvo a punto de matar a alguien con su coche. Vamos, lo único que te pido es que le eches un vistazo al expediente. Léetelo y dime qué te parece. No te estoy pidiendo que sigas a nadie ni que te ensucies las manos. Lo que ocurre es que estamos perdiendo la perspectiva del caso, estamos demasiado pegados a él y… qué demonios, no importa lo que hayas hecho o las decisiones que hayas tomado, esto sabes hacerlo bien. Eres bueno. Viniste al mundo para esto.
—Te estás pasando —le digo.
—Solo intento apelar a tu ego. —Aparta los ojos del asfalto un segundo para lanzarme una sonrisa fugaz—. Pero no creo que me equivoque si digo que necesitas el dinero.
—?Dinero? ?Me estás diciendo que el departamento de policía volverá a ponerme en nómina? Lo dudo mucho.
—Yo no he dicho eso. Mira, hay una recompensa. Hace tres meses era de cincuenta mil dólares. Ahora es de doscientos mil. Serán para quien ofrezca información que permita detener al culpable. ?Qué piensas hacer si no, Tate? Al menos échale un vistazo al expediente. Tienes que darte a ti mismo la oportunidad de…
Suena su teléfono móvil. No termina la frase. Lo coge y no dice gran cosa, se limita a escuchar. No me hace falta oír la conversación para saber que son malas noticias. Cuando era poli, nadie me llamó jamás para darme una buena noticia. Nadie me llamó jamás para agradecerme que hubiera atrapado a un delincuente, para invitarme a una pizza y una cerveza y decirme que había hecho un buen trabajo. Schroder reduce un poco la velocidad, con las manos tensas sobre el volante. Tiene que dar un volantazo para esquivar un enorme charco de cristales rotos de un accidente reciente y cada pedazo de vidrio refleja la luz del sol como lo haría un diamante. Pienso en el dinero y en lo que me permitiría hacer. Miro por la ventana y veo a un par de topógrafos vestidos con chalecos reflectantes. Están midiendo la calle, planeando en cortarla próximamente para ensancharla o estrecharla, o simplemente para mantener el nivel del presupuesto municipal de urbanismo. Schroder pone el intermitente y acerca el coche a la acera. Alguien toca el claxon y nos saluda con el dedo corazón. Schroder sigue hablando mientras da media vuelta para cambiar de sentido. Pienso en el hombre que fui hasta hace un a?o y me doy cuenta de que no quiero seguir siéndolo justo antes de que Schroder cuelgue el teléfono.
—Perdona que te haga esto, Tate, pero ha ocurrido algo. No puedo llevarte a casa. Te dejaré en el centro. ?Te va bien?
—Tampoco puedo elegir, ?no?
—?Tienes dinero para un taxi?
—?Tú qué crees? —De hecho guardaba cincuenta dólares en el bolsillo de los pantalones para este día, pero entre el momento en el que me quité la ropa hace cuatro meses y cuando me la devolvieron, el billete debe de haber encontrado un nuevo hogar.
Llegamos al centro. Quedamos atrapados en el tráfico denso que ha provocado el corte de un carril. Están podando unos árboles que llegan hasta las líneas de alta tensión y los camiones y el equipo impiden el paso de los coches a pesar de que los trabajadores están sentados a la sombra, y es que hace demasiado calor para trabajar. Llegamos a la comisaría de policía del centro y entramos con el coche en el aparcamiento. Frente a nosotros hay un coche patrulla con dos polis intentando sacar del asiento trasero a un tipo que no para de gritarles y que intenta morderles; los dos polis parecen deseosos de abatirlo a tiros como harían con un perro rabioso. Schroder se mete la mano en el bolsillo y me da treinta dólares.
—Con esto llegarás a casa.
—Iré a pie —digo mientras abro la puerta del coche.
—Vamos, Tate, toma el dinero.
—No te preocupes. No es que me haya enfadado contigo. He estado encerrado durante demasiado tiempo y necesito algo de ejercicio.
—Intenta llegar a casa con este calor y eres hombre muerto.
No quiero aceptar su ayuda, pero el calor está a punto de formar ampollas en la pintura del coche. El sol entra por la puerta abierta, cae sobre mi piel y seca hasta el más mínimo rastro de humedad. Incluso la de mis ojos, que parecen lubricados con arena. Acepto el dinero que me ofrece.
—Te lo devolveré.
El coleccionista
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