Esa noche, no pude dormir. Salí, senté mi insomnio en el jardín de enfrente. Miré la estatua, estaba fuera de su pedestal. El colono tenía las barbas en el suelo, parecía que era él mismo quien se había bajado, al cabo de grandes cansancios. Habían arrancado el monumento pero olvidaron retirarlo, la obra requería retoques. Sentí casi pena por el barbudo, sucio por las palomas y cubierto totalmente de polvo. Me encendí, entrando en razón: ?estoy como Rosa, poniéndoles sentimientos a los pedruscos? Entonces vi a la misma Caramela, como atraída por mis conjuros. Me quedé casi helado, inmóvil. Quería huir, pero mis piernas se negaban. Me estremecí: ?yo me convertiría en estatua volviéndome ahora blanco de las pasiones de la jorobada? Qué horror, que la boca huya de mí para siempre. Pero no. Rosa no se paró en el jardín. Atravesó la carretera y se aproximó a las peque?as escaleras de nuestra casa. Se agachó en los escalones, limpió en ellos el claro de luna. Sus cosas se posaron en un suspiro. Después, ella se entortugó, disponiéndose, quién sabe, a dormir. O tal vez su impulso sólo obedecía a la tristeza. Porque la oí llorar, en un murmullo de aguas oscuras. La jorobada se deshacía en lágrimas, parecía que era su turno de convertirse en estatua. Me obcequé en ese espejismo.
Fue entonces cuando mi padre, con esmerado silencio, abrió la puerta de la terraza. Lento, se aproximó a la jorobada. Por unos instantes, se quedó inclinado sobre la mujer. Después, moviendo la mano como si fuera sólo un gesto so?ado, le tocó los cabellos. Al principio, Rosa ni se delineaba. Pero, después, fue saliendo de sí, con su rostro a la mitad de la luz. Se miraron los dos, adquiriendo belleza. Entonces, él le dijo susurrante:
—No llores, Rosa.
Yo casi no oía, el corazón me llegaba a los oídos. Me aproximé, siempre detrás de la oscuridad. Mi padre hablaba todavía, nunca le había oído aquella voz.
—Soy yo, Rosa. ?No te acuerdas?
Yo estaba en medio de las buganvillas, sus nudos me ara?aban. Pero no los sentía. Me punzaba más el asombro que las ramas. Las manos de mi padre se hundían en el pelo de la jorobada, esas manos parecían personas, personas que se ahogaban.
—Soy yo, Juca. Tu novio ?no te acuerdas?
Al rato, Rosa Caramela perdió realidad. Nunca había existido tanto, ninguna estatua le había merecido tantos ojos. Con la voz aún más dulce, mi padre le dijo:
—Vamos, Rosa.
Sin querer, yo me había apartado de las buganvillas. Ellos me podían ver, pero ya no me importaba. La luna pareció atizar su brillo cuando la jorobada se levantó:
—Vamos, Rosa. Recoge tus cosas, vámonos.
Y se fueron los dos, adentrándose en la noche.
El apocalipsis privado
del tío Gueguê
—Papá, ensé?ame la existencia.
—No puedo. Sólo conozco un consejo.
—?Y cuál es?
—El miedo, hijo mío.
La historia de un hombre siempre se cuenta mal. Porque cada persona no deja nunca de nacer. Nadie sigue un vida única, todos se multiplican en diversos y transmutables hombres.
Ahora, cuando desentra?o mis recuerdos, aprendo mis muchos idiomas. Ni así me entiendo. Porque mientras me descubro, yo mismo me vuelvo noche, a no ser que haya cosas sólo visibles en plena ceguera.
No nací de nadie, fui yo el que me concebí. Mis padres me negaron la herencia de sus vidas. Manchado aún de sangre me dejaron en el mundo. No me quisieron ver yendo de animal a ni?o, moqueando baba, débil hasta en la tos.
Sólo tuve a Gueguê, mi tío. Fue él quien siguió mi crecimiento. Sólo a él se lo debo. Nadie más puede contar como fui yo. Gueguê es el solitario guardián de esa infinita caja donde voy a buscar mis tesoros, pedazos de mi infancia.
Sin embargo, él me traía poco: un mendrugo de pan, unas sobras limpias. De dónde extraía el sustento, él no lo decía. Su conversación era siempre menuda, lluvia que ni mojaba, agua arrepentida de haber caído. Utilizaba los sue?os.
—Ma?ana, ma?ana.
Esa fue la instrucción que me dio: lecciones de esperanza cuando ya había empezado a desaparecer el futuro. Pues yo surgí en un tiempo de caminos cansados. Mi tío me protegía el porvenir, sugiriendo que otros colores brillaban a lo lejos.
—Nos levantamos temprano y nos vamos para allá. Ma?ana.
No había ni temprano ni allá. Y ma?ana seguía siendo el mismo día. El tío inventaba misiones. Un pobre no puede sobornar el destino. El mismo se enga?aba con expectativas, con tiempos y lugares imposibles.
Un día me trajo una bota de militar. Grande, de tama?o excesivo. Miré aquel calzado soltero, tardé en meter el pie. Dudaba entre ambos, izquierdo o derecho. ?Un zapato sin su par tiene algún pie correcto?
—?No te gusta, verdad?
—Sí claro.
—?Entonces?
—Es que le falta el cordón —mentí.
Gueguê se encorajinó. La paciencia de él era muy quebradiza.
—?Tú sabes de dónde viene esa bota?
El borceguí llevaba la garantía de la historia: había recorrido los gloriosos tiempos de lucha por la independencia.
—Esas son botas veteranas.
Entonces, él me maldijo: yo era un irrespetuoso, sin subordinación a la patria. Yo habría de llorar con tropezones y pisotones. ?O estaba a la espera de que las carreteras se ablandaran para andar de un lado al otro a gusto?
—?No te la quieres poner, no es así?