Cada hombre es una raza

Historia que cuentan. ?Tiene algo de verdad? Lo que parece es que no había ningún novio. Ella había sacado todo aquello de su ilusión. Se había inventado como novia, Rosita-enamorada, Rosa-casadera. Pero como nada de eso sucedió, mucho le dolió el desenlace. Su razón quedó herida. Para sanar sus ideas, la internaron. La llevaron al hospital, no quisieron saber más. Rosa no tenía visitas, nunca tuvo el alivio de una compa?ía. Ella hablaba a solas, abandonada. Se hizo hermana de las piedras, de tanto apoyarse en ellas. Paredes, suelo, techo: sólo las piedras le daban cabida. Rosa descansaba, con la levedad de los apasionados, sobre los fríos pavimentos. La piedra era su gemela.

 

Cuando le dieron el alta, la jorobada salió en busca de su alma mineral. Fue entonces cuando se enamoró de las estatuas, solitarias y compenetradas. Las vestía con ternura y respeto. Les daba de beber, las socorría en los días de lluvia, en la estación fría. Su estatua preferida era la del peque?o jardín, frente a nuestra casa. Era el monumento de un colonizador de nombre ilegible. Rosa desperdiciaba las horas en la contemplación del busto. Amor sin correspondencia: el hombre de la estatua permanecía siempre distante, sin dignarse a prestar atención a la jorobada.

 

La veíamos desde el balcón de nuestra casa de madera, bajo el techo de zinc. Mi padre, sobre todo, la veía. Se callaba, de hecho, todo. ?Era la locura de la jorobada la que nos hacía perder el juicio? Mi tío bromeaba, para salvar nuestra posición:

 

—Ella es como el escorpión, lleva el veneno en las espaldas.

 

Compartíamos las risas. Todos, excepto mi padre, quien sobresalía intacto, grave.

 

—Ninguno de ustedes ve su cansancio. Cargando siempre las espaldas en sus espaldas.

 

A mi padre le afligía mucho el cansancio ajeno. El, de hecho, no daba golpe. Se sentaba. Se aprovechaba de los muchos sosiegos que da la vida. Mi tío, hombre enérgico, lo aconsejaba:

 

—Juca, hermano, búscale un sentido a la vida.

 

El asentía, lentísimo.

 

—Ya conocen el contrato: se los llevan y después, cuando regresen, me cuentan cómo fue el partido.

 

Y se inclinaba a sacar los zapatos de debajo de su silla. Se agachaba con tanto esfuerzo que parecía estar agarrando el mismo suelo. Subía el par de zapatos y los miraba con fingida despedida:

 

—Me cuesta.

 

Sólo debido al médico se quedaba. Le prohibieron los excesos del corazón, las prisas de la sangre.

 

—Maldito corazón.

 

Se golpeaba el pecho para castigar el órgano. Y volvía a conversar con el calzado:

 

—Atención, zapatitos: tenéis que volver a la hora se?alada.

 

Y recibía el dinero por adelantado. Se quedaba contando los billetes con muchos gestos. Era como si leyera un libro grueso, de esos que gustan más de los dedos que de los ojos.

 

Mi madre era la que ponía los pies sobre la tierra. Salía a su oficio muy temprano. Llegaba al bazar, la ma?ana era aún peque?a. El mundo se transparentaba, como estrella solar. Mi madre arreglaba su puesto antes que las otras vendedoras. Entre las coles apiladas se veía su cara gorda de tristes silencios. Allí se sentaba, ella y el cuerpo de ella. En la lucha por la vida, mi madre nos rehuía. Llegaba y partía estando oscuro. De noche, la escuchábamos, reprendiendo la pereza de mi padre.

 

—Juca, ?tú piensas en la vida?

 

—Pienso, y mucho.

 

—?Sentado?

 

Mi padre se ahorraba las respuestas. Ella, sólo ella lamentaba:

 

—Yo solita, trabajando dentro y fuera.

 

Al poco rato, las voces se apagaban en el corredor. De mi madre aún restaban suspiros, desmayos de su esperanza. Pero nosotros no le echábamos la culpa a mi padre. El era un hombre bueno. Tan bueno que nunca tenía razón.

 

Y a eso se reducía la vida en nuestro peque?o barrio. Hasta que, un día, nos llegó la noticia: Rosa Caramela estaba presa. Su único delito: venerar a un colonialista. El jefe de las milicias dictó sentencia: a?oranza del pasado. La locura de la jorobada escondía otras razones políticas. Así habló el comandante. De no haber sido eso, ?qué otro motivo tendría ella para oponerse, con violencia y cuerpo, al derrumbe de la estatua? Sí, porque el monumento era un pie del pasado a rastras por el presente. Urgía circuncidar a la estatua por respeto a la nación.

 

De manera que se llevaron a la vieja Rosa para curarla de los desavíos que alegaban. Sólo entonces, en su ausencia, vimos hasta qué punto ella formaba parte de nuestro paisaje.

 

Pasó el tiempo sin tener noticias suyas. Hasta que, cierta tarde, nuestro tío rompió el silencio. El venía del cementerio, llegaba del entierro de Jawane, el enfermero. Subió los peque?os escalones de la terraza e interrumpió el descanso de mi padre. Rascándose las piernas, mi viejo gui?ó los ojos, calculando la luz.

 

—?Y? ?Me has traído los zapatos?

 

Mi tío no respondió inmediatamente. Estaba ocupado aprovechando la sombra, secándose la transpiración. Se sopló los labios, cansado. En su rostro vi el alivio de quien regresa de un entierro.

 

—Aquí están, nuevecitos. ?Eh, Juca, hermano, me vinieron bien estos zapatos negros!

 

Buscó en los bolsillos, pero el dinero, siempre tan rápido para entrar, tardó en salir. Mi padre le corrigió su gesto:

 

—A ti no te los alquilé. Somos de la familia, calzamos juntos.

 

El tío se sentó. Tomó la botella de cerveza y llenó su vaso grande. Después, con habilidad, agarró una cuchara de palo y echó la espuma en otro vaso. Mi padre se aprovechó de ese otro vaso que sólo tenía espuma. Al prohibírsele los líquidos, el viejo se dedicaba únicamente a los espumantes.

 

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