Encontraron una casa adosada en una calle empedrada, alta y vieja y profunda. Belinda hacía suplencias de vez en cuando para el veterinario del barrio, examinando a animales peque?os y a mascotas. Cuando Melanie tenía dieciocho meses, Belinda dio a luz a un hijo, al que llamaron Kevin por el difunto abuelo de Gordon.
A Gordon le hicieron socio de pleno derecho del estudio de arquitectos. Cuando Kevin empezó a ir al jardín de infancia. Belinda volvió a trabajar.
El archivador nunca se perdió. Estaba en uno de los cuartos de invitados que había en el último piso, bajo una pila tambaleante de ejemplares de La revista del arquitecto y el Boletín arquitectónico. De vez en cuando, Belinda pensaba en el archivador y en lo que contenía, y una noche en la que Gordon estaba en Escocia, adonde había ido a consultar las reformas de una casa solariega, hizo algo más que pensar.
Los dos ni?os estaban durmiendo. Belinda subió las escaleras hasta la parte sin decorar de la casa. Apartó las revistas y abrió la caja que, donde no había estado tapada por las revistas, estaba cubierta del polvo de dos a?os. En el sobre aún ponía La boda de Gordon y Belinda, y la verdad era que Belinda no sabía si alguna vez había puesto otra cosa.
Sacó el papel del sobre y lo leyó. Luego lo guardó y se quedó allí sentada, en el último piso, sintiéndose sobrecogida y mareada.
Según el mensaje cuidadosamente mecanografiado, Kevin, su segundo hijo, no había nacido; había perdido al bebé a los cinco meses. Desde entonces, Belinda había estado sufriendo frecuentes ataques de una depresión sombría y profunda. Gordon casi nunca estaba en casa, decía el papel, porque tenía un lío bastante lamentable con la socia mayoritaria de la compa?ía, una mujer muy atractiva pero nerviosa que era diez a?os mayor que él. Belinda bebía más y solía ponerse cuellos altos y pa?uelos para esconder la cicatriz con forma de telara?a que tenía en la mejilla. Belinda y Gordon hablaban poco, a excepción de las discusiones peque?as e insignificantes de aquellos que temen las grandes discusiones, pues sabían que lo único que quedaba por decir era demasiado enorme para decirlo sin destruir sus vidas.
Belinda no le dijo nada a Gordon sobre la última versión de La boda de Gordon y Belinda. Pero la leyó él mismo, o algo bastante parecido, varios meses después, cuando la madre de Belinda se puso enferma y Belinda fue al sur una semana para ayudar a cuidarla.
En la hoja de papel que Gordon sacó del sobre había un retrato del matrimonio similar al que Belinda había leído, aunque, en ese momento, su lío con la jefa había acabado mal y su trabajo corría peligro.
A Gordon le gustaba bastante su jefa, pero no era capaz de imaginarse a sí mismo teniendo una relación romántica con ella. Disfrutaba de su trabajo, aunque quería algo que le supusiera un reto mayor.
La madre de Belinda mejoró y Belinda volvió a casa en menos de una semana. Su marido y los ni?os estaban aliviados y encantados de verla.
Gordon no le habló del sobre a Belinda hasta Nochebuena.
—Tú también lo has mirado, ?verdad? —habían entrado sigilosamente en los cuartos de los ni?os a primeras horas de la noche y habían rellenado los calcetines que sus hijos habían colgado para los regalos de Navidad.
Gordon se había sentido eufórico al atravesar la casa, al quedarse parado junto a las camas de sus hijos, pero era una euforia te?ida de una pena profunda: el saber que aquellos momentos de felicidad absoluta no podían durar; que uno no podía detener el Tiempo.
Belinda sabía a qué se refería.
—Sí —dijo—, lo he leído.
—?Qué opinas?
—Bueno —dijo ella—. Ya no creo que sea una broma. Ni siquiera una broma de muy mal gusto.
—Mm —dijo él—. ?Entonces qué es?
Estaban en la sala de la parte delantera de la casa con las luces atenuadas, y el tronco que ardía sobre el lecho de carbón iluminaba la habitación con una luz parpadeante naranja y amarilla.
—Creo que es un regalo de boda de verdad —le dijo Belinda a Gordon—. Es el matrimonio que no estamos teniendo. Lo malo está sucediendo allí, en la página, no aquí, en nuestras vidas. En vez de vivirlo, lo estamos leyendo, sabiendo que podría haber salido así y también que nunca lo hizo.
—?Estás diciendo que es mágico? —no lo habría dicho en voz alta, pero era Nochebuena y las luces estaban amortiguadas.
—No creo en la magia —negó ella rotundamente—. Es un regalo de boda y creo que deberíamos guardarlo en un lugar seguro.
El veintiséis de diciembre Belinda sacó el sobre del archivador y lo puso en el joyero, que siempre mantenía cerrado con llave, donde lo dejó extendido bajo los collares y los anillos, las pulseras y los broches.
La primavera se convirtió en verano. El invierno se convirtió en primavera.