En lo que se refería a máquinas de matar aterradoramente letales y programadas meméticamenté, los Waterhouse eran de las más agradables que podrías llegar a encontrarte. En la tradición de su homónimo (el escritor puritano John Bunyan, que se pasó casi toda la vida en la cárcel o evitándola), el reverendo Waterhouse no predicaba durante demasiado tiempo en ningún sitio concreto. La iglesia lo trasladaba de una peque?a ciudad a otra de las dos Dakotas cada uno o dos a?os. Es posible que para Godfrey aquel estilo de vida fuese algo más que alienante porque, en algún momento de sus estudios en el Colegio Universitario Congregacionalista de' Fargo, abandonó el reba?o y, para eterna agonía de sus padres, se dedicó a actividades mundanas y acabó, de algún modo, obteniendo un doctorado en clásicas en una peque?a universidad privada de Ohio. Al ser los académicos no menos nómadas que los predicadores, aceptó trabajar allí donde encontró trabajo. Se convirtió en profesor de griego y latín en el Colegio Universitario Cristiano de Bolger (322 estudiantes) en West Point, Virginia, donde se unían los ríos Mattaponi y Pamunkey para formar el estuario del James, y donde los repelentes vapores de la gran industria papelera impregnaban cada cajón, cada armario, incluso las páginas interiores de los libros. La joven prometida de Godfrey, de soltera Alice Pritchard, quien había crecido siguiendo a su propio padre predicador itinerante por entre las inmensidades del este de Montana —donde el aire olía a nieve y salvia—, vomitó durante tres meses. Seis meses más tarde dio a luz a Lawrence Pritchard Waterhouse.
El ni?o mantenía una peculiar relación con los sonidos. Cuando pasaba un camión de bomberos, el aullido de la sirena o el sonido de la campana no le producían ningún problema. Pero si un avispón entraba en la casa y volaba cerca del techo ejecutando una curva de Lissa-jous, zumbando de forma casi inaudible, lloraba de dolor por el ruido. Y si veía u olía algo que le asustaba, se tapaba las orejas con las manos.
Un sonido que no le molestaba en absoluto era el del órgano de la capilla del Colegio Universitario Cristiano de Bolger. La capilla en sí no era nada del otro mundo, pero el órgano había sido donado por la familia de la fábrica de papel y hubiese sido más que suficiente para una iglesia cuatro veces mayor. Era un adecuado complemento para el organista, un profesor de matemáticas de instituto ya retirado que creía que ciertos rasgos de la divinidad (la violencia y el capricho en el Antiguo Testamento, la majestad y el triunfo en el Nuevo) podían ser transmitidos directamente a las almas de los pecadores sentados en los bancos por medio de una especie de impregnación sónica frontal. Que corriese el nesgo de hacer estallar las vidrieras no tenía la menor importancia porque no gustaban a nadie y las emisiones de la fábrica de papel corroían el plomo. Pero después de que una viejecita, la última de muchas, recorriese a trompicones el pasillo, tambaleándose por el zumbido en los oídos, y se quejase de muy malos modos al sacerdote sobre la música excesivamente ?dramática?, se sustituyó al organista.
Sin embargo, siguió dando clases de ese instrumento. A los estudiantes no se les permitía tocar el órgano a menos que tocasen bien el piano, y cuando se lo explicaron a Lawrence Pritchard Waterhouse, aprendió por su cuenta, en tres semanas, a tocar una fuga de Bach, y se apuntó a las lecciones de órgano. Como en aquel momento sólo tenía cinco a?os, no podía alcanzar simultáneamente los controles manuales y los pedales, y tenía que tocar de pie… o más bien, paseándose de pedal en pedal.
Cuando Lawrence tenía doce a?os, el órgano se estropeó. La familia de la industria papelera no había dejado fondos para su reparación, así que el profesor de matemáticas se decidió a probar suerte él mismo. Sufría de mala salud y necesitaba un ayudante ágil: Lawrence, quien le ayudó a abrir la cubierta del artefacto. Por primera vez en todos aquellos a?os, el muchacho contempló lo que sucedía cuando pulsaba aquellas teclas.
Para cada registro —cada timbre, o tipo de sonido, que el órgano podía producir (por ejemplo, flauta dulce, trompeta, piccolo)— había una fila separada de tubos, dispuestos en línea de mayor a menor. Los tubos largos producían notas bajas, y los cortos altas. La parte superior de los tubos describía una gráfica: no se trataba de una línea recta sino de una curva que tendía a subir. El profesor de matemáticas y organista se sentó con algunos tubos sueltos, un lápiz y papel, y ayudó a Lawrence a deducir el motivo. Una vez que Lawrence lo comprendió, fue como si el profesor de matemáticas hubiese tocado de pronto las partes buenas de la Fantasía y fuga en sol menor de Bach en un órgano del tama?o de la galaxia espiral de Andrómeda; aquella parte en la que el Tío Johann disecciona la arquitectura del universo en un inflexible acorde descendente y siempre cambiante, como si hundiese el pie en capas cada vez más profundas de tierra hasta dar con la capa rocosa. En particular, los pasos finales en la explicación del organista fueron como si un halcón descendiese atravesando capa tras capa de fingimientos e ilusiones, pasos apasionantes, repugnantes o desconcertantes, dependiendo de tu carácter. Los cielos se habían abierto de golpe. Lawrence entrevió coros angelicales ordenándose en una infinitud geométrica.
Los tubos surgían en formaciones paralelas de una amplia caja plana de aire comprimido. Todos los tubos para una nota en particular —pero pertenecientes a juegos diferentes— se alineaban juntos sobre un eje. Todos los tubos de un juego —pero afinados a distintos timbres— se alineaban sobre el otro eje perpendicular. Por tanto, en la caja de aire plana había un mecanismo que llevaba aire al tubo correcto en el momento correcto. Cuando se pulsaba una tecla o pedal, todos los tubos capaces de hacer sonar la nota correspondiente hablaban, siempre que los registros estuviesen retirados.
Mecánicamente, se resolvía de una forma perfectamente clara, simple y lógica. Lawrence había supuesto que la máquina debía ser al menos tan complicada como la fuga más compleja que pudiese tocarse. Pero había descubierto que una máquina de dise?o simple podía producir resultados de infinita complejidad.
Los registros rara vez se usaban solos. Solían estar situados unos encima de otros, formando combinaciones dise?adas para aprovechar los armónicos disponibles (?otro delicioso detalle matemático!). Algunas combinaciones específicas se empleaban una y otra vez. Muchas flautas dulces, de longitudes variables, para el ofertorio, por ejemplo. El órgano incluía un ingenioso dispositivo llamado ajuste que permitía al organista seleccionar una combinación concreta de registros —registros que él había escogido previamente— de forma instantánea. Se limitaba a apretar un botón y varios registros saltaban de la consola, movidos por la presión neumática y, en un instante, el órgano se transformaba en un instrumento diferente con timbres completamente nuevos.