—Dios mío, no puedo… —ruge el soldado Wiley.
—El capitán dijo que no debíamos detenernos por ninguna pu?etera razón —le recuerda Shaftoe. No le ha dicho a Wiley que atropelle a los coolies, simplemente le ha recordado que si no los atropella tendrá que explicar muchas cosas… asunto que se complica por el hecho de que el capitán está justo detrás de ellos en un coche abarrotado de marines chinos cargados de sub. fusiles. Y juzgando por la forma de comportarse del capitán con respecto al asunto de la Estación Alfa, está claro que ya ha recibido algunos azotes en el culo por adelantado, cortesía de algún almirante en Pearl Harbor o incluso (redoble de tambores) Marine Barracks, Eight and Eye Streets Southeast, Washington, D.C.
Shaftoe y los otros marines siempre habían visto Estación Alfa como un misterioso conciliábulo de escobillones de cuellos delgados como lápices que trabajaban sobre el tejado de un edificio en el Asentamiento Internacional en un barracón construido con tablones de paletas de carga llenos de nudos, con antenas sobresaliendo en todas direcciones. Si lo mirabas durante el tiempo suficiente, podías ver cómo las antenas se movían, apuntando hacia algo en el mar. Shaftoe incluso le escribió un haiku:
Antenas buscan
Perros olfateando
Secretos de éter
Aquél había sido el segundo haiku de su vida —claramente muy por debajo de los niveles de noviembre 1941—y le duele recordarlo.
Pero hasta el día de hoy los marines no habían comprendido la importancia de la Estación Alfa. Su trabajo había consistido en envolver en lona una tonelada de equipo y varias toneladas de papel y sacarlo todo por las puertas. Luego habían pasado el jueves desmontando el barracón, haciendo una hoguera con él y quemando ciertos libros y papeles.
—Eiiih —gru?e el soldado Wiley.
Pocos coolies se han apartado, o incluso les han visto. Pero entonces se produce una extraordinaria explosión desde el río, como el sonido de una ca?a de bambú de un kilómetro de ancho que Dios rompiese sobre su rodilla. Medio segundo después ya no hay coolies en las calles… sólo quedan las cajas, con solitarias ca?as de bambú colgando de ellas, golpeando el suelo como carillones. En el aire se alza un champi?ón de humo gris desde la ca?onera. Wiley cambia de marcha y pisa el acelerador. Shaftoe se aprieta contra la puerta del camión y baja la cabeza, con la esperanza de que el viejo casco de la Gran Guerra sirva para algo. Las cajas de dinero se rompen y explotan cuando el camión les pasa por encima. Shaftoe mira con ojos entrecerrados a través de la ventisca de billetes y ve gigantescas ca?as de bambú elevándose y girando en el aire hacia la costa.
Hojas de Shanghai
Contra el cielo acerado
Llegó el invierno
Barrens
Dejando de lado el asunto de la existencia de Dios para un futuro volumen, nos limitaremos a estipular que de ?alguna? forma los organismos auto-replicadores aparecieron en este planeta e inmediatamente intentaron eliminarse los unos a los otros, ya fuese ocupando todo el espacio disponible con copias aproximadas de ellos mismos o por medios más directos que no precisan mayores explicaciones. La mayoría falló, y su legado genético desapareció para siempre del universo, pero algunos encontraron la forma de sobrevivir y propagarse. Después de unos tres mil millones de a?os de una fuga estrafalaria y a menudo tediosa de carnalidad y carnicería, nació Godfrey Waterhouse IV, en Murdo, Dakota del Sur, hijo de Blanche, esposa de un predicador congregacionalista llamado Bunyan Waterhouse. Como cualquier otra criatura sobre la faz de la Tierra, Godfrey era, por derecho de nacimiento, un magnífico cabrón, aunque en el sentido técnico y restringido de que podía remontar su ascendencia a través de una larga línea de magníficos cabrones ligeramente menos evolucionados hasta el primer artefacto auto replicador… el cual, dado el número y variedad de sus descendientes, podría justificadamente describirse como el mayor de los magníficos cabrones de todos los tiempos. Todos y todo lo que no fuese un magnífico cabrón estaba muerto.