Mis dedos se mostraron temblorosos al extraer del bolsillo de mi abrigo un saquito de seda blanca lleno de sal que había sacado de mi bolsa de diez kilos. La cantidad era excesiva, pero yo quería un círculo resistente, y parte de la sal se diluiría al fundirse con la nieve. Miré al cielo para calcular dónde estaba el norte, descubriendo una marca sobre el círculo grabado, justo donde pensaba que debía estar. El hecho de que alguien hubiera usado aquel círculo para invocar demonios con anterioridad no me hacía sentir más segura. Invocar demonios no era ilegal ni inmoral; simplemente era algo muy, muy estúpido.
Realicé un lento recorrido desde el norte en el sentido de las agujas del reloj, pisando en paralelo a la parte exterior del rastro de sal mientras la dejaba caer cercando el monolito del ángel junto a la mayor parte del impío terreno. El círculo tendría unos cinco metros de diámetro, un recinto bastante amplio que por lo general requería al menos tres brujas para realizarlo y mantenerlo, pero yo era lo bastante buena como para canalizar todo ese poder de la línea luminosa por mi cuenta. Lo cual, ahora que lo pensaba, podría ser el motivo por el que el demonio estaba tan interesado en atraparme como su servidora más reciente.
Esta noche descubriría si mi contrato verbal, tan cuidadosamente pronunciado hacía tres meses, me mantendría con vida y sobre el lado correcto de las líneas luminosas. Había acordado convertirme voluntariamente en servidora de Algaliarept si testificaba contra Piscary; el truco estaba en que tenía que conservar mi alma.
El proceso había concluido oficialmente esta noche, dos horas después de la puesta de sol, sellando el demonio su parte del pacto y convirtiendo la mía en obligatoria. El hecho de que el vampiro no muerto que controlaba la mayor parte del inframundo de Cincinnati hubiera sido condenado a cinco siglos por los asesinatos de las mejores brujas luminosas de la ciudad apenas parecía tener importancia ahora. Especialmente cuando esperaba que sus abogados lo sacasen en un miserable siglo.
En este momento, la pregunta que estaba en la cabeza de todos a ambos lados de la ley era si Kisten, su principal sucesor, sería capaz de arreglárselas hasta que el vampiro no muerto saliese, porque Ivy no iba a hacerlo, sucesora o no. Si conseguía acabar la noche viva y con mi alma intacta, empezaría a preocuparme un poco menos por mí misma y un poco más por mi compa?era, pero primero tenía que arreglar las cosas con ese demonio.
Con una dolorosa rigidez en los hombros, extraje del bolsillo de mi abrigo las velas de color verde lechoso y las situé sobre el círculo de forma que representaban las puntas de un pentáculo invisible. Las encendí con la vela blanca que había utilizado para realizar el medio de transferencia. Las diminutas llamas temblaron, y las vigilé por un momento para asegurarme de que no iban a apagarse antes de volver a fijar la vela sobre la agrietada lápida que había en el exterior del círculo.
El lejano sonido de un coche distrajo mi atención hacia las altas paredes que separaban el cementerio de nuestros vecinos. Me preparé para utilizar la línea luminosa; tiré de mi gorra de lana hacia abajo, me sacudí la nieve del dobladillo de mis vaqueros e hice una última comprobación de que tenía todo lo necesario. Pero no había nada más para retrasar el momento.
Dejé escapar otro lento suspiro y concentré mi atención en la diminuta línea luminosa que atravesaba el cementerio de la iglesia. Mi aliento silbó al pasar por mi nariz y, al estar tan entumecida, estuve a punto de perder el equilibrio y caer. La línea luminosa parecía haber absorbido el frío invernal, y me atravesaba con una frigidez poco habitual. Extendí una de mis enguantadas manos para sostenerme con la ayuda de la lápida adornada con la vela encendida, mientras la incipiente energía continuaba acumulándose.
Una vez que las fuerzas se equilibraran, la energía sobrante fluiría de vuelta hacia la línea. Hasta entonces tenía que apretar los dientes y resistir que unas hormigueantes sensaciones ondearan sobre las falsas extremidades en mi mente que reflejaban mis auténticos dedos de las manos y pies. Cada vez era peor. Cada vez era más rápido. Cada vez era más parecido a una invasión.
A pesar de que pareció durar una eternidad, la energía se equilibró en un santiamén. Mis manos comenzaron a sudar y me invadió una incómoda sensación de frío y calor al mismo tiempo, como si tuviera fiebre. Me quité los guantes y los introduje en el fondo de un bolsillo. Los amuletos de mi pulsera tintineaban con claridad en el invernal silencio. No me serían de ayuda. Ni siquiera la cruz.