—Pues claro que sí —replicó la mujer—. Pero la cuestión es: ?qué va a ser de él?
—Esa es, desde luego, una cuestión importante, se?ora Owens. No obstante, no es cuestión que nos incumba dilucidar a nosotros. Porque este bebé está vivo, de eso no cabe la menor duda, y por lo tanto nada tiene que ver con nosotros, no forma parte de nuestro mundo.
—?Mira cómo sonríe! En mi vida he visto una sonrisa más encantadora —exclamó la se?ora Owens, y acarició con su incorpórea mano el fino cabello rubio del bebé. El peque?o rió alborozado.
Una gélida ráfaga de viento recorrió el cementerio y desmenuzó la niebla que cubría las tumbas situadas en la falda de la colina (se debe tener en cuenta que el cementerio la ocupaba por completo, y había senderos que ascendían hasta la cumbre y luego volvían a descender,trazando una especie de tirabuzón en torno a ella). Y a todo esto se oyó un estruendo metálico: alguien estaba sacudiendo los barrotes de la puerta principal, asegurada con una cadena y un voluminoso candado.
—Ahí lo tienes —dijo el se?or Owens; debe de ser alguien de su familia que viene a buscarlo. Deja al peque?o hombrecito en el suelo.
—Pues no me parece a mí que sea nadie de la familia —replicó la se?ora Owens.
El tipo del abrigo negro había dejado de sacudir la verja y estaba echando un vistazo a una de las puertas laterales. Pero también se hallaba cerrada a cal y canto. El a?o anterior se habían colado varios gamberros, y el ayuntamiento se había visto obligado a tomar medidas.
—Vámonos, se?ora Owens. Déjalo correr, no seas obstinada —insistía el marido pero, de repente, vio un fantasma y se quedó con la boca abierta de par en par y sin saber qué pensar ni qué decir.
Habrá quien piense y no sin razón que resulta extra?o que el se?or Owens reaccionara de esa forma ante la visión de un fantasma, ya que tanto él como su esposa llevaban muertos varios siglos, y todas, o casi todas, las personas con las que se relacionaban estaban muertas también. Pero aquel fantasma en particular era muy distinto de los que habitaban el cementerio: la imagen se veía algo borrosa y de color gris, como la telecuando hay interferencias, y transmitía una intensa sensación de pánico. Se distinguían tres figuras, dos grandes y una más peque?a, pero sólo se veía con la suficiente claridad a una de ellas, que gritaba: ??Mi bebé! ?Ese hombre lo busca para hacerle da?o!? Un estruendo metálico. El hombre iba por el callejón arrastrando un contenedor de basura con el fin de subirse a él y saltar la tapia del cementerio.
—?Protejan a mi hijo! —les suplicó el fantasma, y la se?ora Owens entendió entonces que se trataba de una mujer. Claro, era la madre del ni?o.
—?Qué les ha hecho ese hombre a ustedes? —preguntó la se?ora Owens, aunque estaba casi segura de que la mujer no podía oírla. ?Seguramente hace poco que murió, pobre mujer?, pensó.
Siempre es más fácil morir de forma serena, despertar llegado el momento en el lugar donde a uno lo enterraron, aceptar la propia muerte e ir conociendo poco a poco a tus convecinos. Aquella pobre criatura era toda angustia y pánico, y ese miedo cerval, que los Owens percibían como un ultrasonido, había logrado captar también la atención de los demás habitantes del cementerio, que acudían desde todos los rincones del lugar.
—?Quién sois? —inquirió Cayo Pompeyo, cuya lápida había quedado reducida a un simple trozo de mármol cubierto de musgo, pero dos mil a?os atrás pidió que lo enterraran en aquella colina, junto al templo de mármol, en lugar de repatriarlo a su Roma natal. Así pues, era uno de los ciudadanos más antiguos del cementerio y se tomaba muy en serio sus responsabilidades—. ?Estáis enterrada aquí?
—?Pues claro que no! No hay más que verla para darse cuenta de que acaba de morir.
La se?ora Owens rodeó con un brazo el espectro de la mujer y habló con ella en privado, en voz baja y serena.
Al otro lado de la tapia, se oyó otro golpe seguido de un gran estrépito. Era el contenedor de basura que se había volcado. El hombre había logrado subirse a la tapia, y su silueta se recortaba ahora contra la nebulosa luz de las farolas; se quedó quieto un momento, a continuación sedescolgó por el otro lado, agarrándose al borde de la tapia y, finalmente, se dejó caer en el interior del cementerio.
—Pero, querida mía —le dijo la se?ora Owens al espectro, el ni?o está vivo. Nosotros no. ?Qué cree usted…? —El bebé las contemplaba perplejo. Alargó sus bracitos hacia una de ellas y luego hacia la otra, pero no encontró nada a lo que agarrarse. El espectro de la mujer sedesvanecía a ojos vistas.
—Sí, sí —dijo la se?ora Owens en respuesta a algo que nadie más había oído. Le doy mi palabra de que lo haremos si podemos. Y volviéndose hacia su marido, le preguntó: —?Y tú, Owens? ?Querrás ser el padre de esta criatura?
—?Cómo dices? —dijo el se?or Owens con el entrecejo fruncido.