—Silas negó con la cabeza, pero no dijo nada. Los se?ores Owens no tuvieron ocasión de aprender a leer con fluidez cuando estaban vivos y, además, en el cementerio no había cartillas de lectura.
A la noche siguiente, Silas se presentó en la acogedora tumba de los Owens con tres libros de gran tama?o dos cartillas de lectura con las letras impresas en colores muy vivos (A de árbol, B de Barco) y un ejemplar de El gato Garabato. También llevaba papel y un estuche con lápices de colores. Y con todo ese material, se llevó a Nad a dar un paseo por el cementerio. De vez en cuando, se agachaban junto a alguna de las lápidas más nuevas, y Silas colocaba los dedos de Nad sobre las inscripciones grabadas en la piedra y le ense?aba a reconocer las letras del alfabeto, empezando por la puntiaguda A mayúscula.
Luego le impuso una tarea: localizar todas y cada una de las letras que componen el alfabeto en las lápidas del cementerio. Y Nad, muy contento, logró completarla gracias al descubrimiento de la lápida de Ezekiel Ulmsley, situada sobre un nicho en uno de los laterales de la vieja capilla. Su tutor quedó muy satisfecho.
Todos los días Nad cogía el papel y los lápices y paseaba entre las tumbas, copiando con esmero los nombres, palabras y números grabados en las lápidas y, por las noches, antes de que Silas abandonara el cementerio, le pedía a su tutor que le explicara el significado de lo que había escrito, y le hacía traducir los fragmentos en latín, pues los Owens tampoco los entendían.
Aquél era un día de primavera muy soleado; los abejorros zumbaban entre las aulagas y los jacintos silvestres que crecían en un rincón del cementerio, mientras Nad, tumbado en la hierba, observaba las idas y venidas de un escarabajo que correteaba por la lápida de George Reeder, su esposa Dorcas y su hijo Sebastian, (Fidelis ad mortem). El ni?o había terminado de copiar la inscripción y estaba absorto observando al escarabajo cuando oyó una voz que decía: —Hola. ?Qué estás haciendo? Alzó la vista y vio que había alguien detrás de la mata de aulagas.
—Nada —replicó Nad, y le sacó la lengua.
Por un momento, la cara que se veía por entre las aulagas se transformó en una especie de basilisco de ojos desorbitados que también le sacaba la lengua, pero enseguida volvió a adoptar la apariencia de una ni?a.
—?Increíble! —exclamó Nad, visiblemente impresionado.
—Pues sé poner caras mucho mejores. Mira ésta —dijo la ni?a, y estiró la nariz hacia arriba con un dedo mientras sonreía de oreja a oreja, entornaba los ojos e hinchaba los mofletes—. ?Quién soy?
—No sé.
—Un cerdo, tonto.
—?Ah! —exclamó Nad, y preguntó—. ?Cómo en C de Cerdo? Pues claro. Espera un momento.
La ni?a salió de detrás de las aulagas y se le acercó; Nad se puso en pie para recibirla. Era un poco mayor que él, algo más alta, y los colores de su ropa eran muy llamativos: amarillo, rosa y naranja. En cambio, Nad, envuelto en su humilde sábana, se sintió incómodo con su aspecto gris y desali?ado.
—?Cuántos a?os tienes? —quiso saber la ni?a—.?Qué haces aquí? ?Vives aquí? ?Cómo te llamas?
—No lo sé respondió Nad.
—?No sabes cuál es tu nombre? ?Cómo no vas a saberlo! Todo el mundo sabe cómo se llama. Trolero.
—Sé perfectamente cómo me llamo y también sé lo que estoy haciendo aquí. Lo que no sé es eso último que has dicho.
—?Los a?os que tienes? —Nad asintió.
—A ver —dijo la ni?a—, ?cuántos tenías en tu último cumplea?os?
—No sé. Nunca he tenido cumplea?os.
—Todo el mundo tiene cumplea?os. ?Me estás diciendo que nunca has apagado las velas, ni te han regalado una tarta y todo eso? —Nad negó con la cabeza. La ni?a lo miró con ternura.
—Pobrecito, qué pena. Yo tengo cinco a?os, y seguro que tú también.
Nad asintió con entusiasmo. No tenía la más mínima intención de discutir con su nueva amiga; su compa?ía lo reconfortaba.
Le dijo que se llamaba Scarlett Amber Perkins, y que vivía en un piso que no tenía jardín. Su madre estaba sentada en un banco al pie de la colina, leyendo una revista, y le había dicho a Scarlett que debía estar de vuelta en media hora para hacer un poco de ejercicio, y no meterse en líos ni hablar con desconocidos.
—Yo soy un desconocido —dijo Nad.
—No, qué va —replicó ella sin vacilar—. Eres un ni?o. Y además eres mi amigo, así que no puedes ser un desconocido.
Nad no sonreía mucho, pero en aquel momento sonrió de oreja a oreja y con verdadera alegría.
—Sí, soy tu amigo.
—?Y cómo te llamas?
—Nad. De Nadie.
La ni?a se echó a reír y comentó:
—Qué nombre tan raro. ?Y qué estabas haciendo?
—Letras. Estoy copiando las letras de las lápidas.
—?Me dejas que te ayude?