El libro del cementerio

Se encaminó, pues, hacia la mata de hiedra, pero se encontró con que no podía pasar. Se agachó, la apartó un poco y logró pasar con dificultad. Siguió caminando por el sendero, con mucho cuidado, sorteando las raíces y los socavones, hasta llegar a la suntuosa lápida que se?alizaba la última morada de Alonso Tomás García Jones (1837-1905. ?Viajero, deja a un lado tu cachava.?).

 

Nad llevaba varios meses bajando hasta allí muy a menudo: Alonso Jones había recorrido el mundo entero, y disfrutaba mucho relatándole sus viajes. Siempre empezaba la conversación diciéndole: ?A mí nunca me ha sucedido nada extraordinario?, y poco después a?adía con tristeza: ?Y ya conoces todas mis historias?, pero entonces, sus ojos se iluminaban y puntualizaba: ?Excepto quizás… ?Te he contado ya…??. Y, tanto si lo que decía a continuación era: ??… lo de aquella vez que tuve que huir de Moscú??, como: ?… que una vez perdí una mina de oro en Alaska que valía una fortuna??, o bien: ??… lo de aquella estampida en la pampa Argentina??, Nad siempre negaba con la cabeza y lo miraba como hechizado, sabiendo que, de inmediato, se vería envuelto en alguna fascinante historia llena de aventuras; historias de amor con hermosas doncellas, o relatos de malhechores acribillados a balazos o vencidos en un duelo a espada, o de sacos llenos de oro o de diamantes tan grandes como la yema de un pulgar; historias de ciudades perdidas y monta?as gigantescas, de trenes de vapor y de grandes trasatlánticos, de océanos y desiertos, de la pampa, o de la tundra.

 

Nad se aproximó a la lápida fusiforme alta, con antorchas invertidas grabadas en la piedra y esperó, pero no vio a nadie. Llamó a Alonso Jones, incluso dio unos golpes en la lápida con los nudillos, pero no hubo respuesta.

 

Se agachó, inclinó la cabeza hacia el suelo y llamó a su amigo, pero en lugar de traspasar el mármol, como de costumbre, su cabeza chocó contra la piedra y se dio un buen coscorrón. Volvió a llamar a su amigo, pero allí no había nada ni nadie, así que, con mucho cuidado, salió de allí y se encaminó de nuevo hacia el sendero. Tres urracas, que estaban posadas en un espino, levantaron el vuelo al ver que se acercaba.

 

No se encontró con nadie hasta que llegó a la ladera suroeste del cementerio, donde reconoció la peculiar silueta de Mamá Slaughter, tan menuda como siempre, ataviada con su enorme gorro y su capa; caminaba por entre las lápidas, con la cabeza gacha, contemplando las flores silvestres.

 

—?Eh, jovencito! —lo llamó—. He visto unas capuchinas silvestres por ahí. ?Por qué no coges algunas de ellas y las pones en mi tumba?

 

Nad arrancó unas cuantas capuchinas rojas y amarillas y las llevó a la tumba de Mamá Slaughter, tan estropeada y rota que lo único que se leía ya en ella era:

 

RíE[9]

 

Aquella inscripción había desconcertado a los cronistas locales a lo largo de más de cien a?os. Con mucho respeto, Nad dejó las flores delante de la lápida.

 

—Eres un buen chico. No sé qué vamos a hacer sin ti —le dijo Mamá Slaughter sonriéndole.

 

—Muchas gracias —replicó Nad—, pero, dígame, ?dónde se han metido los demás? Es usted la primera persona que me encuentro en toda la noche.

 

Mamá Slaughter lo miró con el entrecejo fruncido y le preguntó:

 

—?Qué te ha pasado en la frente?

 

—Me he dado un golpe con la lápida del se?or Jones. No pude…

 

Pero Mamá Slaughter hizo una mueca y ladeó la cabeza; sus brillantes ojillos escrutaron el rostro de Nad.

 

—Te he llamado chico, ?verdad? Pero el tiempo pasa volando, y ya debes de ser casi un hombre, ?no? ?Qué edad tienes?

 

—Unos quince a?os, creo, aunque yo no me siento diferente…

 

Mamá Slaughter lo interrumpió:

 

—Yo también me siento igual que cuando era un cominín y hacía collares de margaritas en el viejo prado. Uno es siempre quien es, eso no cambia, pero uno va evolucionando continuamente, y no se puede hacer nada por evitarlo.

 

La anciana se sentó en su lápida y continuó hablando.

 

—Me acuerdo perfectamente de cómo eras la noche en que llegaste aquí. Yo les dije: ?No podemos permitir que el peque?o se vaya?, y tu madre me dio la razón, pero los demás se enzarzaron en una terrible discusión, hasta que apareció la Dama de Gris que nos dijo: ?Ciudadanos del cementerio, escuchad a Mamá Slaughter. ?Es que no hay caridad en vuestros huesos??. Y entonces todos me dieron la razón.

 

La mujer meneó la cabeza y siguió divagando.

 

—Aquí todos los días son iguales, no hay nada que te ayude a distinguir uno de otro. Se van sucediendo las estaciones, la hiedra sigue creciendo y las lápidas se caen. Pero cuando llegaste tú… En fin, que me alegro mucho de que te quedaras con nosotros, eso es todo.

 

La anciana se puso en pie, se sacó de la manga un mugriento pa?uelo, escupió en él y limpió la sangre de la frente de Nad.

 

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